Por: Gabriel J. Perea R. @elistmopty
Publicado en el Panamá América
Ojalá que llueva café en el campo, que caiga un aguacero de yuca y té, del cielo una jarina de queso blanco». Son las contagiosas melodías de una canción que nos evoca la tristeza de un campo que arrima sus únicas esperanzas a que del cielo les caigan las bendiciones que subyuguen los problemas.
Puede ser de otra manera, «ay ombe», para quienes fueron bendecidos por Dios para levantarse cada mañana y disfrutar de las vastas extensiones verdes, los altos cerros, las llanuras peinadas por los arados, pero que son olvidados por aquellos que disfrutan del trigo y el arroz graneado.
Son nuestros hombres y mujeres del campo que, con sus manos, sustentan nuestra mesa y que sólo son recordados como botín político para ser utilizados como propaganda barata por los mercaderes de miseria, seres sin escrúpulos, quienes intentan vender solidaridad que dura tanto como el interés político en conseguir sus votos.
Son los rostros curtidos que observan con incredulidad cómo aparecen de la nada personajes preocupados por sus destinos ante cualquier catástrofe coincidente con el momento propicio de acaparar la atención para ganar adeptos.
Son nuestros hermanos a quienes olvidamos y que sólo recordamos cuando llueve en el campo, cuando la naturaleza nos obliga a recordar que allá arriba, en el cerro, también se vive, se llora, se ríe y se mira desde lejos las lucecitas de la ciudad, intentando entender a esa gente ingrata que se come lo que ellos producen con el sudor de sus cuerpos, con sus manos callosas y sus pies agrietados, sin siquiera agradecer que sólo lo hacen a cambio de miseria.
A pesar de todos, ellos son más dichosos que nosotros, pueden dormir en una hamaca bajo una tarde templada, mecidos por la suave brisa que no tiene dueño, que nadie puede vender.
Seguirán observando el cielo esperando que llueva café en el campo, para que todos los niños canten en el campo, para que en el conuco no se sufra tanto, «ay ombe», ojalá que lleva café en el campo.