La llama no se debe extinguir:


Por: Gabriel J. Perea R. @elistmopty


Publicado en La Prensa

Era un lugar singularmente extraño, inclusive dudé entrar, pero la fuerza de una corazonada me impulsó a seguir adelante. Al ingresar al salón de clases con sus sillas destartaladas por el ininterrumpido uso, con el pizarrón atiborrado con fórmulas y cálculos incomprensibles, refrescado con un acondicionador de aire, que después descubriría que se encendía con una llave mecánica, me encontré por primera vez con los soñadores.

Era un grupo de extravagantes pensadores, visionarios de ideas que solo ellos podían ver y que por designios del destino se encontraban en un mismo lugar. Parecía un sacrilegio que los albergara para tan extraño propósito. En la cuna de los ingenieros mecánicos, civiles, industriales y sabrá cuanta especialista pueda existir de las ciencias y la tecnología se reunían un grupo de aspirantes a escritores. En esta inexplicable determinación de este grupo de disidentes de lo convencional los guiaría un corredor de larga distancia en las letras Enrique Jaramillo Levi, escritor incansable y promotor inclaudicable de la cultura.

Así comenzó una aventura que cambió por siempre cómo concebíamos la vida y el mundo, la paz y la guerra, y cómo nos concebíamos nosotros creyéndonos cultos. Nos paseamos por la poesía, el cuento, la dramaturgia, disfrutamos hasta hartarnos en el ensayo, reímos y lloramos con la novela, nos asomamos por la gran ventana de la historia. Aprendimos que cada ser humano es una historia única escrita por su propia mano.

Cómo podemos olvidar a Héctor Collado tocando en el pupitre para que escucháramos el ritmo de las palabras, cómo no recordar a Álvaro Menéndez Franco cuando nos contaba hechos históricos increíbles. Raúl Leis nos hizo soñar creyéndonos dramaturgos. Ariel Barría nos mostró la magia y la belleza de las palabras.

Fue una pequeña llama en un país donde la cultura no es una prioridad, bautizada como el Diplomado en Creación Literaria y dirigida por el Cervantes panameño, extrañamente albergada en algún lugar de la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP) cuyo nombre puedo recordar como la Coordinación de Difusión Cultural. Inevitablemente es el tiempo del relevo, Enrique Jaramillo se retira y su legado puede perderse con decisiones tales como confinar en la distancia y el olvido las oficinas de Difusión Cultural de la UTP en las lejanas instalaciones que tiene esta universidad en Tocumen. Es la crónica de la extinción de la llama cultural en la UTP y de su invaluable contribución, que incluye certámenes literarios e innumerables publicaciones.

La difusión de la cultura debe estar accesible. No se coloca la llama de una lámpara debajo de una silla, pues aunque algunos rayos de luz escapen no disfrutaremos de su esplendor. ¿Si la UTP cuenta con instalaciones en su nuevo campus, por qué no albergar una vez más la puerta de los soñadores? En los albores de nuestro infranqueable destino, la UTP juega un papel fundamental. ¿Por qué desterrar a la cultura?

La formación íntegra no debe descuidar la parte humanista. No debemos dejar extinguir la llama que por mucho tiempo fue sostenida por quienes ni siquiera reclamaron una corona de olivo en retribución, la llama debe continuar en un lugar donde todos puedan tener acceso a su luz.

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